Cada año, cuando se acerca esta temporada tan especial, el corazón se nos llena de recuerdos, porque pensamos en quienes ya no están con nosotros, pero siguen siendo parte de nuestra vida de una u otra manera.

Estas fechas son el momento perfecto para que la familia ponga el altar, llene la casa con flores de cempasúchil, cocine lo que más les gustaba a nuestros seres queridos y enciendan veladoras para que les muestren el camino de regreso, porque la luz tiene un papel único, ya que no es sólo fuego, es compañía, es esperanza y es ese abrazo cálido que quisiéramos darle a esa persona.

Encender una veladora siempre ha sido un gesto lleno de amor, porque esa llamita que brilla en silencio no sólo quita la oscuridad, también nos recuerda que el amor viaja más allá del tiempo y la distancia. En esta tradición, cada luz es como un faro que guía a las almas de vuelta a casa, piénsalo como si fueran las estrellas, que nos hacen sentir que viéndolas podemos encontrar el camino de regreso.

Y no es casualidad que lo hagamos, de hecho, desde hace muchos años, en los pueblos indígenas de México se creía que las almas de nuestros difuntos regresan una vez al año para convivir con los vivos. Para que no se extraviaran en el camino, se les ponían velas y flores que los guiaran hasta el altar familiar. Con el tiempo, esa costumbre se convirtió en uno de los gestos más tiernos y significativos del Día de Muertos, donde encender una luz hace sentir que aquí sigue su casa y que los seguimos esperando.

Por esta razón, poner una veladora en el altar es decir “te sigo recordando”, es mantener vivo ese lazo que no se rompe, aunque el cuerpo ya no esté, ese amor que nunca muere y que sigue brillando dentro de nosotros, nos manteniendo unidos a quienes extrañamos.

La verdad es que la luz también nos transforma a nosotros, basta con quedarnos mirando su brillo para sentir calma y sentir que nos invita a hacer una pausa, a traer a la mente cientos de recuerdos, a agradecer y a aceptar la ausencia con un poco más de paz, recordando que incluso en medio del dolor, siempre hay un rayito de esperanza que nos hará sentir mejor.

En muchos hogares se enciende una veladora por cada ser querido, y cada una es como una presencia, entonces el altar y la casa entera se llenan no sólo de luz, sino también de una calidez que llena todo el espacio. Esta tradición nos enseña que la muerte no es olvido, sino una forma distinta de seguir presentes, donde la luz de una veladora es ese puente entre lo que sentimos y lo que recordamos, entre el mundo visible y ese otro que no vemos, pero sabemos que está ahí.

Esperamos que a partir de ahora, cada vez que encendamos una veladora, recordemos que no solo iluminamos el altar, sino que también iluminamos nuestro propio corazón, porque, a pesar de todo, una vez al año siempre habrá un camino de regreso para quienes viven en nuestra memoria.